Me paré en la ventana,
entraba un poco de brisa
en días de calor absurdo.
Medía con mis ojos
la longitud del edificio;
conté los pisos un par de veces
y
me imaginé el vértigo
que sintió quien los hizo de uno
en uno.
Buscaba la forma exacta
de no pensar en nada más
que cualquier vanidad
que se me cruzara en el fondo.
El problema
no estaba radicado
en alguien más,
no pertenecía a otra esencia.
Era yo.
Yo con mis mitos eternos,
yo con la apatía hacia los tiempos
del hoy.
Yo con mi espectro conservador
y soñador,
y un poco tonto tal vez;
de mirar las cosas
con unas ganas
que parecen haberse escurrido en el tiempo.
En las personas.
En las personas.
Yo con mis ojos guerreros,
con ese salvajismo eterno
de entregar
el todo
o la nada.
o la nada.
No era más que entender,
aceptar y decidir.
Me enseñaron
que la soledad
no es lo adecuado;
que es casi un deber
caminar de la mano
o del otro lado de la acera
a lo sumo.
Se me dijo,
que aunque ganar
no era lo importante,
debía sentirme ganadora.
Que hay un stock
de prioridades -en la vida-
y que hay que regirse.
Me indicaron
que los sueños
se persiguen,
y
cuando traté de seguir el primero.
Fui encarcelada.
Tanto se dice de la vida,
del amor,
del sexo...
Tanto de los pretéritos,
de los verbos
y sus conjugaciones.
Que me perdí
entre tantas letras
absurdas,
y no puse la vista
en la esencia
que
brota de mi cuerpo
de mi alma
de mis pasos.
De mis besos.
De la raíz
de
donde salen
todas mis hojas.
brota de mi cuerpo
de mi alma
de mis pasos.
De mis besos.
De la raíz
de
donde salen
todas mis hojas.